La mayoría de intentos de convertir sagas literarias en series televisivas suelen acabar en fracaso. España ha sido especialmente terrible a la hora de machacar personajes de ficción. Pienso en Petra Delicado, trasladada a la fuerza de Barcelona a Madrid para mayor gloria de nuestro rancio nacionalismo mesetario, o de Pepe Carvalho, transformado para la pequeña pantalla en una especie de depredador sexual, incapaz de pensar más allá de la punta de su polla. Por fortuna, hay honrosas excepciones a esta regla, que casi siempre han venido de fuera. Podría citarse la genial adaptación de los casos del detective Hércules Poirot realizada por la BBC sobre las novelas de Agatha Christie o, atendiendo al libro que nos ocupa, la estupenda recreación hecha por la RAI de los casos del comisario Montalbano, el célebre personaje de Andrea Camilleri.
Hay que reconocer que una imagen, valga o no más que mil
palabras, tiene potencia suficiente para condicionar la lectura. Y es que, tras
ver la serie, es muy difícil imaginarse a Montalbano sin el rostro de Luca
Zingaretti o a Catarella sin la voz de su doblador al español. Y sin embargo,
estas limitaciones no impiden en absoluto disfrutar del libro. Hasta diría que
ayudan, ya que permiten recrearnos en unos personajes que, al menos para
quienes hemos seguido sus andanzas en televisión, nos resultan entrañables.
La Edad de la Duda se deja leer con verdadero agrado. El estilo
es directo, muy conciso y sin adornos innecesarios, pero en ningún momento resulta
frío. Además, más allá de la trama policíaca, el sentido del humor de Camilleri
golpea cuando menos se le espera, proporcionando situaciones que provocan desde
la sonrisa hasta la carcajada. Por ello,
por lo que me gusta este autor y lo bien que me lo hace pasar, prefiero relativizar
detalles como un desenlace que quizá no está a la altura de la novela y perdonar algún gazapo
gordo, como situar a Israel, Líbano, Siria y Turquía en el continente africano.
Andrea Camilleri arrancó esta saga en mil novecientos noventa y cuatro, cuando contaba sesenta y nueve años, y sigue con ella a sus ochenta y ocho. Sin duda, la edad tiene mucho que ver con su
humanismo. Y es que, partiendo de la novela negra, el autor centra su mirada
sobre todo en las personas, sabe ser indulgente con nuestros defectos y exalta
deliberadamente los valores más nobles que, aunque a veces no lo parezca, aún
nos quedan.