Un novelista no puede dar conciertos para suplir la caída de ventas de sus obras. Tampoco cobra una cantidad fija por actuación como un profesional del cine. El escritor sólo percibe un porcentaje por libro vendido, que suele ser miserable. Además, lo normal es que no publique en una multinacional sino en una pequeña editorial y que el dueño de ésta sea más conocido en el RAI que en la RAE.
El negocio editorial no tiene nada que ver con el discográfico o el cinematográfico. Y si en un país donde ya se leía una mierda restamos encima las ventas perdidas por descargas no autorizadas, podemos dar al traste con el sector. Al menos con la parte buena, la que como lectores nos interesa. Porque siempre quedarán las grandes empresas, lo que nos garantiza un futuro plagado de best sellers cada vez más ramplones.
Hoy comprar un libro es un acto de fe, pues hasta el más tonto sabe bajárselo de Internet. A la conciencia de cada uno queda. La mía me dicta que es más lógico pagar a un autor que hacer millonario a seres tan repelentes como Kim Schmitz o los niñitos de Series Yonkis. Como también me alerta de que no se puede pagar a precio de nueva una obra con 15, 50 o 500 años, ni tiene sentido que nadie se lucre con los derechos de autor de un tipo que hace décadas que cría malvas. Cualquier obra, pasado un tiempo, debería ser considerada patrimonio cultural y por tanto accesible de forma gratuita.
Por mi parte, seguiré adquiriendo libros, bajándolos cuando proceda, robándolos a mis amistades -es mi fetiche favorito para recordar a un ser querido- y comentándolos en este blog en la medida que me sea posible.
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