Si hace poco expresaba las reticencias que me
provoca un volumen de más de 5 centímetros de lomo, esta vez toca quejarme por
quienes deciden lanzar a precio de libro una obra que, maquetada de forma
convencional, no pasaría de las 25 o 30 páginas.
Trapos sucios no es una novela al uso, sino la mínima
adaptación que David Lodge hizo en 1999 sobre la obra de teatro, escrita por él y de
idéntico título, estrenada un año antes. El resultado final es un libreto
apenas maquillado, con un protagonismo aplastante de los diálogos y una ausencia
total la literatura. Un esfuerzo, a mi entender, inútil. Y es que si ya cuesta adivinar cómo un
argumento tan simple llegó a estrenarse en algún escenario, más incomprensible
resulta aún que se haya novelado.
La cosa va de las tribulaciones de dos escritores adinerados
en relación a una perversa periodista de nuevo cuño. Algo que, leído desde
España, suena tan fantástico como si en este libro hubiera aparecido un
elfo. Porque en nuestro pais los
peridodistas jamás buscarán los trapos sucios a un escritor, un pintor o
alguien relacionado con la ciencia, las artes o la cultura. Más que nada porque sus lectores, o no los conocen, o les importa un pijo sus aburridads vidas.
No, aquí los únicos periodistas mordaces los encontramos
entre aquellos que se dedican a seguir la vida de gente inútil e improductiva
–la prensa de corazón- o parapetados tras esa abundantísima prensa de extrema
derecha que dispara a diario sus sofllamas contra todo lo que no sea el PP.
Rota pues la única utilidad que podría tener la obra, Trapos
sucios se revela como un libro bastante tonto y, desde luego, totalmnete
prescindible.