“… Todo escritor sabe que el verdadero asesino de sus novelas es él mismo. El escritor es la chica del bar y el amante de la chica del bar, el ganster y el policía, el homosexual y el fascista, el marxista y el heterosexual, la víctima y el asesino”.
En un artículo anterior confesaba que Juan Marsé me ganó para la literatura. Pues bien, con la misma sinceridad debo reconocer que mi autor de referencia, aquel con el que más me he identificado, ha sido Manuel Vázquez Montalbán. Tanto que, aunque ya han pasado 8 años desde su fallecimiento, aun lo noto a faltar. Me hubiera encantado ver cómo afrontaba el movimiento de los indignados, la crisis de los mercados, el auge de la ultraderecha mediática, la primavera árabe, el pelotazo del fórum y hasta el fenómeno Guardiola con su lucidez y socarronería habitual. Porque Manuel Vázquez Montalbán no era solo un escritor, un articulista, un gastrónomo, un poeta o un teórico de la comunicación. Era un intelectual en el amplio sentido de la palabra, una persona de amplísima cultura capaz de marcar con su pensamiento cualquier actividad que se proponía.
Montalbán era muy prolijo. Podías escucharlo en la radio y leerlo en diarios, revistas o en su propia obra literaria, tanto ensayística como de ficción. Quizá por ello el vacío tras su marcha fue tan grande. No sólo perdías una persona sino unos usos que ya formaban parte de tu cotidianeidad. Claro que, por lo difícil de abarcar una obra tan extensa, es posible enfrentarse hoy día a dos nuevas recopilaciones del autor con la casi seguridad de no haber leído –o no recordar haberlo hecho al menos- buena parte del material que contienen.
Cuentos negros, el libro que nos ocupa, es una selección de relatos más o menos breves protagonizados por Pepe Carvalho. Y subrayo lo de relativamente breves, ya que el libro abre con La muchacha que pudo ser Emmanuelle, una historia aparecida por entregas en El Pais durante el verano de 1997 y que, por extensión y estructura, se asemeja más a una novela que a un cuento.
Leer de nuevo al detective y ex agente de la CIA pone la piel de gallina. Y es que enfrentarse otra vez con Carvalho, Biscuter o Fuster puede producir en el lector el espejismo de que todo sigue igual, que estos personajes no se han ido y que su creador, saneado tras unas largas vacaciones, vuelve con el empuje de siempre. Un efecto irreal, pero que vale la pena disfrutar al menos mientras dure el libro. Porque al cerrar la última página acabaremos reconociendo, muy a nuestro pesar, que las historias de Carvalho están apuntaladas en una Barcelona que cada vez se parece menos a la actual, que muchos de los restaurantes que cita cerraron hace tiempo, que nadie se preocupa ya de posmodernidades y, por encima de todo, que aún no ha aparecido un ningún escritor con capacidad ni cultura suficiente como para recoger su legado y continuar con su estilo.
Y eso que no hay mes en que las editoriales no proclamen fútiles pretendientes a tal honor.
" Carvalho detestaba dejar Barcelona e irse a Madrid, como si fuera irse a las antípodas. Madrid es una ciudad llena de representantes de empresas norteamericanas y de cantantes de flamenco de paisano, de ministros y ex ministros, de filósofos posmodernos y picadores de toros con varices, de espías israelitas y de alcahuetas de la jet society, de diputados de provincias y de comandos de ETA, de ejecutivos agresivos y de ejecutivos agredidos, y además todo el mundo comía bocadillos de calamares y hablaba silabeando como los chinos en las películas americanas".
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