“Franz Müller se había
alejado de Alemania seis años antes porque quería probar suerte
como violinista pero también porque no le gustaba lo que veía en
Berlín, pero él es alemán, y en algún rincón de su conciencia ha
preferido pensar que lo que imaginaba no podía ser verdad, que era
imposible que existieran esos campos adonde decían que se llevaban a
la gente”.
Hay libros cuyo mero título ya evoca.
El Violinista de Mauthausen es, sin duda, uno de ellos. Tanto que,
ante la perspectiva de visitar el campo de exterminio, consideré
necesario comprarlo. También ocurre en ocasiones que, tras leer unas
pocas páginas, obras en las que había depositado grandes
esperanzas, devengan en una enorme frustración. Por desgracia,
también ha sido el caso.
El Violinista de Mathaussen se me había
vendido de forma errónea como una suerte de crónica novelada del
periplo de los presos españoles en aquel campo nazi. No es así. La
poca información que ofrece tan siquiera llega a la que podamos
encontrar, no ya en la wikipedia, sino en cualquier guía del lugar
no demasiado extensa.
Exculpando de antemano al autor por la
confusión, lo que queda es una historia de triángulo amoroso
ambientada en la segunda guerra mundial. Y es aquí donde esta novela
muestra todas sus carencias, que no son sino las de su autor.
Entendámonos, el problema no es lo que
se cuenta, que incluso podría tener su cierta gracia, sino cómo se
plasma en letra escrita: lenguaje plomizo, ausencia de ritmo,
patinazos incomprensibles y un estilo general que, para no alargarme,
muestra el amplísimo margen de mejora que Andrés Pérez Domínguez
tiene por delante como escritor.
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